(El Consorcio de la COMISIÓN PARA EL BICENTENARIO ha adoptado como lema
propio el que figura como título de este artículo)
Cuenta la leyenda que una nave de Tiro, finalizando el tornaviaje, era esperada en su puesto de origen, una tarde borrascosa de invierno. Llegó la noche, y la nave no se avistaba. Alguien entonces decidió subir a la cima de un monte cercano a la costa, y encender allí una gran hoguera. Desde la nave, que, en efecto, estaba un tanto desorientada, divisaron pronto el fuego, corrigieron el rumbo, y unas horas después, los marineros cargaban las velas y daban fondo en su rada de destino. Es fácil imaginar la entusiasta admiración con que los navegantes vieron por primera vez las llamas indicadoras desde la lejanía. Porque un faro es siempre mucho más que una señal para la navegación. Es, también siempre, un misterioso resplandor que ilumina e ilusiona directamente las almas. Quien ha navegado de noche, ha conocido, con toda seguridad, esa satisfacción, cada vez nueva, del marino cuando ve aparecer por la amura los primeros destellos de la farola demandada.
En la vida de los hombres, cuando están sumidos en la incertidumbre, en la confusión o en la apremiante necesidad de seguir adelante, es preciso, para superar la angustia, que en el horizonte aparezca un faro. Nuestra Historia se hizo fría y oscura después del crepúsculo barroco de la Edad Moderna. Llegó el Siglo de las Luces, y los hombres empezaron a orientarse. Pero quizá las luces eran demasiado intensas, y los hombres se deslumbraron. Unos cegaron, y otros optaron por volverse de espaldas ante tanto resplandor. Surgió entonces un faro al sur de Europa, un faro que ardía, pero que no quemaba a su gente, a diferencia de lo que había ocurrido con el faro francés.
Cádiz ya tenía antigua experiencia en alumbrar a navegantes perdidos o desorientados. El comercio, la riqueza, el arte, la cultura, la moral, todo eso que cimenta la auténtica libertad de los humanos, florecían en Cádiz como ya habían florecido muchos siglos antes, y se habían gozado en esta misma tierra: sin himnos ni campanas. La Libertad y el progreso eran en Cádiz tan lógicos y familiares como el mar. A finales del siglo XVII, los expedicionarios marinos empezaron a sentir que el alegre bullicio de Sevilla, la ciudad más hospitalaria y cordial del mundo, resultaba demasiado gravoso de licencias, regalías y aduanas, y aquel río tan bello, y que parecía tan ancho, suponía en realidad una entrada difícil y angosta, donde los fondos se mudaban y los vientos no siempre favorecían, y prefirieron la serena ilusión cosmopolita de Cádiz, donde todo era libre y abierto desde hacía ya casi tres mil años.
En Cádiz se vivió por eso, al abrir de par en par las puertas de la Modernidad contemporánea, uno de los acontecimientos históricos más fascinantes de cuantos podemos conocer en el tiempo pasado: se hizo y se promulgó una Constitución para “los españoles de ambos hemisferios”, a pesar de que ni en la Metrópoli ni en “las Colonias” era posible saber quién gobernaba ni dónde radicaba la “soberanía”. Las Cortes de Cádiz, sitiadas y bombardeadas, lo solucionaron todo a partir de cero. Parece todavía imposible aquella vibrante explosión de libertad. Libertad esencial, popular y selecta, moral, religiosa y jurídica. De los hombres y de la sociedad. Libertades formales y concretas. Libertad.
Los discursos de los Diputados en el Oratorio de San Felipe Neri, como antes en el “Teatro Cómico” de la Isla de León, no tuvieron ni tan siquiera las limitaciones del dogmatismo social y religioso que entonces atenazaba a toda Europa, aunque en alguna parte fuera el dogmatismo de la Diosa Razón. No había, pues, en Cádiz, ni aún la tiranía intelectual de un lenguaje “políticamente correcto”, aunque sí correctísimo de forma, tratamientos y cortesías. Algo así como si hoy se pudiera debatir en una asamblea constituyente la conveniencia de un régimen fascista o de inspiración soviética frente al estado de Derecho y de libertades, sin que ello diera lugar a escándalos ni anatemas. Pero ni esa libertad amplísima ni las tremendas distancias ideológicas impidieron a las Cortes de 1812 adoptar todos sus acuerdos por unanimidad. Muy probablemente, son las únicas Cortes auténticas de la Historia que no supieron nunca lo que era un “voto contrario”. Si no tuviéramos las actas de las sesiones, casi no lo podríamos creer.
Por eso la Constitución de Cádiz, el emblema liberal de España y de Europa, hubo de promulgarse “en el nombre de Dios Todopoderoso”; también por eso, hasta los más “serviles” votaron a favor del artículo 3º, el cual otorgaba a la Nación la soberanía del Reino que hasta entonces se consideraba privativa del monarca.
Los frutos sociales fueron tan espléndidos que, unos años después, el Barón de Ferussac, viajero por nuestras tierras, escribía en su diario: “Cádiz es a España lo que París es a Francia”. No cayó en la cuenta de que en Cádiz no se vio jamás una guillotina. El sí pudo ver, con sus propios ojos, un faro que guiaba a los marineros y alumbraba la libertad.
Publicado en La Voz de Cádiz. 30.03.08